Vivimos en un tiempo que nos exige reflexión profunda. El mundo que heredamos y moldeamos se está convirtiendo en un lugar que no solo deja de ser habitable, sino que parece caminar hacia el borde de la desesperanza. Atrás quedaron los sueños de un futuro brillante y prometedor. En cambio, el presente nos confronta con dictadores que, a través del miedo, la mentira y la manipulación, buscan dividirnos y sembrar el caos. Estas figuras, que deberían proteger la dignidad humana, destruyen naciones enteras con la promesa de falsas utopías.
En el escenario global, hemos sido testigos de cómo un criminal logró convertirse en el líder de una de las naciones más poderosas del mundo, los Estados Unidos. Este hecho por sí solo evidencia un sistema roto, donde la verdad es moldeable y la justicia parece ciega. El narcotráfico, el crimen organizado, la violencia y los feminicidios son el pan de cada día en muchas partes del mundo. Las mujeres continúan siendo víctimas de violaciones, no solo a sus cuerpos, sino también a sus derechos fundamentales. En este panorama, pareciera que los criminales ganan, que el mal encuentra refugio en sistemas que fueron diseñados para protegernos.
Pero lo más desgarrador es que la historia no nos ha enseñado nada. Hace menos de un siglo, el mundo juró “Nunca más” tras el Holocausto que cobró la vida de seis millones de judíos. Hoy, en 2025, seguimos viendo horrores que desafían la humanidad: secuestros, torturas, violaciones y asesinatos a manos de grupos terroristas como Hamas. Personas inocentes son despojadas de su libertad y sometidas a actos que desafían cualquier lógica o empatía. Y, a pesar de esto, hay quienes defienden el terrorismo, quienes justifican a los dictadores y quienes niegan la realidad de estas atrocidades.
¿Cómo llegamos hasta aquí? Nos hemos vuelto insensibles al sufrimiento del otro, hemos priorizado el éxito individual sobre el bienestar colectivo, y hemos permitido que las voces del odio y la desinformación ganen terreno. Vivimos en un mundo donde la tecnología conecta nuestras vidas, pero desvía nuestras prioridades. Estamos tan ocupados sobreviviendo que hemos olvidado lo que significa vivir.
Nuestros hijos no heredarán solo un planeta en crisis climática; heredarán un mundo moralmente desgastado, plagado de conflictos que no tuvimos el valor de resolver. Les estamos legando una sociedad donde la mentira y el odio tienen plataformas, donde la compasión es una rara excepción, y donde los ideales de paz y justicia son apenas susurros en el viento.
Pero este no tiene que ser el final de la historia. Aún hay tiempo para cambiar el rumbo. Cada acción, cada palabra, y cada decisión cuentan. Enseñemos a nuestros hijos a rechazar el odio, a defender la verdad y a luchar por un mundo donde los valores humanos prevalezcan sobre el miedo y la opresión. Recordemos que el futuro no está escrito, y que tenemos el poder de transformar la desesperanza en esperanza.
Porque, al final del día, no solo se trata de qué mundo les estamos dejando a nuestros hijos, sino también de qué hijos estamos dejando en este mundo. Que ellos sean la generación que encuentre las respuestas que nosotros no supimos dar, que construyan los puentes que nosotros no nos atrevimos a cruzar y que hereden un mundo donde vivir no sea un acto de resistencia, sino un derecho pleno.
