Hubo una época en la que la vida se sentía más ligera. No necesariamente más sencilla en recursos o tecnología, pero sí en esencia. Una época donde las relaciones humanas eran más genuinas, donde uno trabajaba para vivir y no vivía para trabajar. Donde se podía decir lo que uno pensaba sin miedo a ser cancelado, juzgado o etiquetado. Hoy, lamentablemente, todo eso parece haber quedado en el pasado.
Hoy, ya no vivimos… sobrevivimos.
Vivimos en una era donde las presiones económicas, sociales y emocionales nos han arrebatado lo más básico: el disfrute de la vida. Nos despertamos cansados, corremos a trabajar no por vocación ni pasión, sino para alcanzar apenas lo necesario para cubrir las cuentas. Y lo más triste es que, aun así, muchos ni siquiera logran llegar a fin de mes.
Las relaciones humanas se han vuelto un campo minado. Cada palabra debe ser cuidadosamente calculada, porque cualquier cosa puede ser malinterpretada, sacada de contexto o usada en tu contra. La confianza ya no es un punto de partida, es un lujo. La gente se protege antes de conocerte, porque ya no creemos en el otro. Porque la traición, el juicio y la crítica están a la orden del día.
¿Qué nos pasó?
Las redes sociales, por supuesto, han tenido un papel protagónico en esta transformación. Plataformas que nacieron para conectar, hoy muchas veces separan. Todos opinan, todos son expertos, todos atacan. Y, paradójicamente, todos están más solos que nunca.
Hoy todo se graba, todo se sube, todo se comparte. La vida ya no se vive, se documenta. Se mide en likes, en vistas, en validación digital. Y en medio de todo eso, el sentido real de vivir se va desdibujando.
Antes, lo correcto era claro. Había ciertos valores que nos daban estructura: el respeto, la familia, la empatía, la palabra dada. Hoy, lo que antes estaba bien, ahora está mal. Y lo que estaba mal, ahora es celebrado. La línea entre lo correcto y lo incorrecto se ha vuelto tan borrosa, que ya nadie sabe por dónde caminar.
La sobreinformación y el vacío
Estamos intoxicados de información, de opiniones, de tendencias. Todos tienen algo que decir, pero pocos tienen algo valioso que aportar. Nos hemos vuelto expertos en nada. Y el resultado es una sociedad sobreestimulada pero emocionalmente vacía.
El tiempo libre se ha convertido en un lujo. El silencio, en algo incómodo. La calma, en una rareza. Antes uno salía a caminar, a conversar, a vivir. Hoy todo tiene que tener un propósito productivo, todo se mide en eficiencia, en utilidad.
Y lo más alarmante: muchos ya no saben qué les gusta, qué les apasiona, qué los hace felices. Porque entre tanta prisa y tanta presión, ya no hay espacio para preguntárselo.
¿Podemos volver a vivir?
Sí, pero necesitamos una pausa. Una reflexión profunda. Necesitamos desintoxicarnos del ruido, del juicio, de la carrera infinita por ser “exitosos” en términos que ni siquiera definimos nosotros.
Volver a lo simple. A las conversaciones cara a cara, al trabajo con propósito, a los días sin pantalla, a la vida sin filtro.
Porque vivir no debería ser un privilegio, debería ser un derecho. Y sobrevivir no puede seguir siendo la única opción.